El espíritu de Ermua

El día que lo asesinaron solo hubo silencio. Fue un silencio profundo, ensordecedor. De los que se le agarran a uno en la boca el estómago y le oprimen el pecho. Los suyos, que habían mantenido la esperanza hasta el último segundo, se ahogaron en lágrimas, y quienes no le conocíamos de nada cambiamos el estupor por indignación. El clamor popular no había sido escuchado. Habían cumplido con su amenaza.

El día que secuestraron a Miguel Ángel Blanco mi hermana cumplía 7 años. Y la tarde que acabaron con su vida yo alcanzaba los 13. Una cifra terrible para alguien supersticioso como yo y que no pudo empezar de peor manera. A Miguel le descerrajaron dos tiros y lo dejaron en medio de un descampado. Solo. Desamparado ante la muerte. Lo abandonaron, herido y maniatado sobre la hierba, y emprendieron la huida sacudiéndose de la conciencia la rabia de un país entero.

Yo crecí en un pueblo pequeño. Tan diminuto que en colegio no había nadie de mi edad, así que pasaba el invierno escribiendo cartas a aquellos que venían de la ciudad en julio para que no se olvidasen de mí. El verano era un sueño. Jugábamos, chapoteábamos y algunos contaban historias de su día a día que a mí me resultaban de lo más exótico. Una madrileña nos hablaba de la Gran Vía y nos contaba que iba a clases de tenis. Otro, barcelonés, le restaba importancia a tener la playa a dos pasos de casa, mientras nosotros, pobres peces de secano, soñábamos con la inmensidad del mar. Y otros, bilbaínos, fecundaban nuestra imaginación con historias de las olas golpeando el paso que da a acceso a san Juan de Gaztelugatxe, cuyo ascenso solo era comparable a los interminables escalones de la playa de Barrika.

Pero ellos también traían al pueblo otra narrativa. Historias salpicadas de ‘aúpas’, ‘ay va pues’ y ‘eskerrikaskos’, que contaban a veces de manera entrecortada, obviando de manera deliberada el contexto, porque había cosas de las que, habían aprendido, era mejor no hablar demasiado. Sí nos contaban, en cambio, anécdotas que nos dejaban patidifusos. Como la vez que los de explosivos irrumpieron en la habitación de una de ellos para desactivar una bomba y nuestra amiga no se despertó hasta que estaban al lado de la ventana, intentando desmontarla. Ponían entonces el énfasis en el exceso de somnolencia, pasando por encima del hecho de hablaban de un artefacto explosivo. Sin miedo aparente a que aquella cosa, que finalmente resultó ser un vídeo estropeado que un vecino había lanzado al patio de luces, les estallara en plena cara.

Pero el día que secuestraron a Miguel Ángel sí abrieron la caja de los truenos. Recuerdo que nos vimos por la noche. Todos habíamos visto las noticias mientras cenábamos. Era el imperativo paterno. Como siempre, unos prestaron atención y otros ni tan siquiera repararon en lo que sucedía. Pero ellos tenían el horror a flor de piel. Y recapitularon para que todos entendiésemos. Blanco era concejal  del Partido Popular en Ermua. Tenía 29 años y trabajaba en Éibar. Allí se dirigía cuando una mujer y dos hombres lo abordaron y lo metieron en el maletero de un coche. Eran ‘Txapote’, ‘Amaya’, y ‘Oker’, el comando Donosti. Horas después, ETA reclamaba la autoría del secuestro y daba al Gobierno, entonces presidido por Aznar, un plazo de 48 horas para cumplir con sus exigencias: o acercaban a los presos o acabarían con la vida del concejal. Había comenzado la cuenta atrás, pero también el despertar de la conciencia colectiva.

Mientras la policía intentaba encontrar el lugar en el que estaba retenido, la sociedad explotaba. Por primera vez la respuesta fue unánime. Y la petición, transversal. Sin colores ni más banderas que unas manos blancas. Miles de españoles se echaron a las calles en las ciudades para pedir su liberación. Nosotros, unos niños que caminaban hacia la adolescencia entre hormonas y acné, decidimos unirnos a nuestra manera, guardado un minuto de silencio. Como si, de algún modo, esos 60 segundos hicieran fuerza al sumarse a los de las concentraciones masivas. Creíamos fervientemente que el árbol hace ruido al caer aunque no haya nadie mirando. Hasta encendimos una vela. ¡Qué forma más abnegada de creer en el ser humano!

Como ya recordarán, nada de todo aquello sirvió con Miguel Ángel. El fin de la angustiosa cuenta atrás llegó a la vez que mis 13 años, un hito que, a esas alturas y con el alma en vilo, solo había pensado celebrar si le liberaban; como si mi fiesta a base de sándwiches de Nocilla fuera a ser también una celebración de su vida. Pero no hubo nada. Solo silencio. A las 16.00 horas de la tarde del 12 de julio, ‘Txapote’ apretó el gatillo. Dos veces. Sin que le temblara el pulso ni la conciencia. Y los tres integrantes del comando Donosti se alejaron a toda prisa del lugar de la infamia. A Miguel Ángel lo encontraron en Lasarte, aún con vida, pero con solo un hilo de esperanza. Lo trasladaron al hospital con rapidez, pero nunca despertó. Y aunque murió unas horas después, su espíritu, el espíritu de Ermua, se instaló en la sociedad vasca, que en esas 72 horas había dado un paso al frente. El proceso aún tardaría casi dos décadas en culminar, pero aquel fue el primer avance para que, el 20 de octubre de 2011, ETA abandonara la lucha armada.

Como podrán imaginar, en mi universo particular, ese 12 de julio, en vez de festejos, hubo lágrimas, porque en nuestra intensidad cuasi adolescente, a pesar de la distancia física y de comprenderlo todo solo a medias, lo sentimos tan cercano como si hubiera sido un pariente. Ese día solo soplé una vela: la que habíamos encendido en homenaje a Miguel Ángel. Lo hice la noche anterior, a las 12, pidiendo un deseo que, como imaginarán, nunca se cumplió: él nunca regresó a casa. Pero a cambio, la sociedad española cambió para siempre.

Feminismo para principiantes

Voy a ser sincera. Podría dármelas de abanderada de la causa, de entendida en la materia, pero no es así. Soy bastante nueva en esto del feminismo. Así que, supongo, que como feminista en ciernes que una es, disculparéis que no sea perfecta y que no encaje en la idea que tenéis de una feminista. Demasiado tibia para unos y ‘feminazi’ para otros. Bueno, por suerte para todos, no me tomo mal ni lo uno ni lo otro. En estos tiempos de extremismos, no encajar en ninguno de los dos polos se ha convertido para mí en una virtud. Sobre todo en temas que, como este, trascienden a toda polarización ideológica. El feminismo no es ni derechas ni de izquierdas aunque haya quien se empeñe en ponerle apellidos.

¿Qué es el feminismo entonces? Se preguntarán algunos. Como ya os he dicho, soy nueva, así que en lugar de teorizar, voy a acudir a una fuente oficial que todos tomamos por válida en esto de definir: la RAE (una institución que, dicho sea de paso, no se caracteriza precisamente por estar integrada por una mayoría de mujeres, así que entiendo que no será sospechosa de pecar de tirar por tierra a los hombres).

FEMINISMO:

Del fr. féminisme, y este del lat. femĭna ‘mujer’ y el fr. -isme ‘-ismo’.

  1. m. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.
  2. m. Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo.

Partiendo de esa idea de igualdad, comprenderéis que cualquier comentario negativo que intente deslegitimar la lucha feminista me parezca vacuo, insustancial y carente de todo sentido. Querer que la mitad de la población mundial sea igual a la otra mitad es algo tan obvio que resulta difícil entender que alguien en su sano juicio se oponga.

Por desgracia, en la era de las ‘fake news’ y de la desinformación por sobreinformación, algunos están recurriendo a algo tan antiguo como efectivo para intentar acabar con la lucha feminista: distorsionar el concepto hasta que su significado real se diluya. Así, el Feminismo se ha transformado para algunos en un antónimo del machismo (definido por la RAE como “Forma de sexismo caracterizada por la prevalencia del varón”). Y para otros, en un término que contraponer a otros.  “Una no es feminista, que es femenina”, he escuchado y leído esta semana decir a dos mujeres. Como si fuesen dos términos incompatibles y todas las feministas saliésemos –permitidme que me incluya- a la calle vestidas de señor (que ojo, podemos hacerlo si nos sale del bolo, pero no a todas nos sale). Por desgracia, el comentario lo que muestra no es solo un desdén absoluto por lo hecho hasta ahora por las feministas, también una ignorancia supina sobre el tema.

Al hilo de eso también se ha dicho que las feministas luchamos contra los hombres. Y aquí sacan la artillería pesada: los casos –reales o inventados- de mujeres que, en algún momento de su vida, se portaron mal con un hombre. Enarbolan así la bandera de la desprotección masculina ante los maquiavélicos planes de una exmujer, exnovia, o (vete tú a saber) una vecina furiosa, ignorando, como ignora la historia, escrita por hombres, los siglos y siglos de sometimiento femenino.

Entre esas formas de desinformar aportando datos incorrectos, también hay quien se empeña en hacer correr bulos como que hay feministas que viven gracias a subvenciones que les dan por serlo. No imagináis cuántas veces he leído afirmaciones semejantes en las redes sociales en los últimos meses (y todavía estoy esperando a que me presenten a alguna de esas feminazis que viven de gorra y que me cuente cómo lo ha hecho).

Entre las muchas cosas que he aprendido sobre el feminismo en estos últimos años hay un concepto que para mí está claro: el movimiento nos trasciende a todos. No es algo personal, aunque a veces así lo sintamos, porque, somos las mujeres las que nos jugamos el presente y el futuro, y porque las desigualdades las sufrimos nosotras. Es una lucha que atraviesa el tiempo y el espacio. No olvidamos a las que vinieron antes, peleamos por las que vendrán después y lo hacemos por las de aquí y por las de allá, aunque a veces la vida de los que están lejos se muestre borrosa en el horizonte diario.

Decía Simone de Beauvoir que “El feminismo es una forma de vivir individualmente y de luchar colectivamente”. Y una, que se va haciendo mayor y con ello un poco menos lela, intenta vivir de manera feminista. Simplemente porque parece que es lo más correcto que puedo hacer. Es un paso natural, como preocuparse por la ecología.  Así que en esas estoy: en aprender de sus errores y eliminar del vocabulario o de mi forma de actuar aquello que perpetúe los esquemas machistas. Me permitiréis que me abstenga de usar términos como patriarcado o machirulo. No porque no los considere acertados, si no porque han sido tan ridiculizados que usarlos resta fuerza a una idea que brilla por sí sola: esta lucha nos beneficia a todos. SOLO QUEREMOS LA IGUALDAD.

Para aquellos que no entiendan el sentido del 8M y los movimientos feministas, les diré que aunque cada uno enfoca la corriente de una manera, muchas mujeres nos manifestamos, nos movemos y nos significamos sin adherirnos a ningún grupo concreto. Y lo hacemos a título personal por muchas razones, algunas de ellas vitales.

  1. Agradecer a aquellas que se dejaron el alma que hoy podamos votar y que la sociedad no nos considere ciudadanos de segunda.
  2. Demostrar que aquella campaña que se inició hace 30 años en la que se pedía a nuestros padres que no limitaran nuestros sueños por ser mujeres, funcionó. Gracia a cosas como esas algunas somos hoy lo que siempre quisimos ser.
  3. Honrar y recordar a las que no están. A todas aquellas que han muerto a manos de un enfermo que no vio más allá de su sexo, de un loco que pensó que eran de su propiedad. Y también mostrar a las que siguen con vida que no están solas, que sí las creemos y que las apoyamos.
  4. Recordar todas y cada una de las veces que nos han hecho comentarios machistas, sexistas o fuera de lugar por el hecho de ser mujeres. Si queremos llevar una minifalda o unas bragas en la cabeza, es nuestro problema, no una invitación a que nos violen o nos digan barbaridades.
  5. Luchar para que se acabe el miedo y que las nuevas generaciones no sepan lo que es caminar sola por un parque de noche aterrada, llevando una llave entre los dedos y rezando para que los pasos que escuchas detrás sean de una mujer o de alguien de confianza.
  6. También para para que nuestras hijas no tengan que pensar en el qué dirán y decidan sobre su sexualidad y su aspecto sin presiones sociales. Para que no les llamen estrechas si no quieren tener relaciones sexuales con alguien, o golfas si deciden acostarse con quien les de la gana.
  7. Para que se rompa de una vez por todas el techo de cristal y nos dejen demostrar que podemos ocupar los puestos directivos con la misma pericia que el mejor de los hombres.
  8. Para recordar que cuidar de la casa y la familia no es solo cosa de mujeres: la conciliación también pasa porque no se ridiculice a los hombres que deciden dejarlo todo para cuidar de sus hijos y de su hogar.
  9. Y para dejar claro, frente a tanto ruido, que hemos avanzado, sí, pero que aún quedan muchas cosas por hacer. Y retroceder es más fácil y más rápido que avanzar. Pero no estamos dispuestas a dar un paso atrás.

Así que, si me preguntan diré que soy feminista. En prácticas, pero feminista al fin y al cabo. ¿Y vosotros? ¿qué queréis ser?