Una lección magistral

Nunca levantaba la voz y rara vez perdía la sonrisa. Era como si nada pudiera deshacer su compostura, y eso que era tan leve que temíamos que una racha de viento se la fuera a llevar volando cualquier día. Cuando la conocí rondaba los 60 y lucía un moldeado rubio platino que le alejaba las penas del rostro y la hacía parecer una presentadora de televisión aterrizada por error en la plaza del pueblo. La señorita Adonina llevaba siempre las uñas pintadas de rojo, a juego con un carmín que permanecía inmutable durante ocho horas. Jamás repetía un conjunto y se enfrentaba a las frías mañanas de invierno subida a unos tacones imposibles de los que no se apeaba nunca. Ni la cuesta del colegio ni la nieve la hacían claudicar.

Cuidaba su aspecto y se acicalaba con esmero. Lo hacía con gusto y para ella. Disfrutaba de una solitud elegida que era sinónimo de una libertad que le servía para cultivar el alma a su antojo. No tenía necesidad de encajar en ninguna parte, y eso tuvo una gran ventaja: que nos educó a su imagen y semejanza, libres y curiosos.

Yo la idolatraba. Y eso que solo me hizo falta un día para poner a prueba sus nervios y que me aplicara el primer (y último) correctivo de mi vida escolar. Fue tras una batalla de espadas, lápiz en ristre, con mi compañero de pupitre que la dejó ojiplática. No tanto por nuestras nulas habilidades como espadachines como porque no esperaba que aquella niña de cuatro años se enfrentara al castigo con la vehemencia de Perry Mason. La respuesta fue tal que llegué incluso a amenazarla con recurrir a mi madre y a los cuerpos de seguridad del estado –a todos- para la encarcelasen si no desistía de un castigo a todas luces –las pocas que yo tenía- injusto. Ella, claro, no tuvo otra opción que echarse a reír. Eso sí, me condonó la pena y el caso quedó visto para sentencia.

Aquella fue solo la primera muestra de un carácter justiciero y belicoso -el mío- que ella no solo no intentó aplacar, sino que ayudó a encauzar con mucha paciencia y muchas lecturas. Todo en un colegio que contaba con apenas 20 alumnos en el que las clases de piano o de ballet eran una quimera. Y allí, en esa nada académica que conformaba nuestro universo escolar, ella lo era lo todo: la experta en matemáticas, naturales y sociales, pero también la encargada de enseñarnos a guiñar ante el espejo y a gestionar nuestros pequeños grandes dramas, que incluyeron un intento de fuga y una batida por los campos del pueblo para localizar al alumno que, finalmente, apareció plácidamente dormido sobre la alfombra de los juguetes.

La señorita Adonina vivía en la ciudad, así que a diario comía en su escritorio de manera frugal y, mientras nosotros íbamos regresando del almuerzo, tomaba café, leía y se retocaba la manicura para darse tiempo y mentalizarse de la ardua tarea que suponía la enseñanza con esos mimbres. Tenía diez alumnos de cinco cursos distintos. Cada uno con sus ganas, sus esperanzas y sus tiempos. Quizá por eso, los aprobados no resultaban tan importantes –que lo eran- como espolear la curiosidad y el gusto por aprender. El resultado de su trabajo fue una buena base educativa, sí, pero también un cariño desbordante hacia ella. La queríamos tanto que incluso amenazábamos con encerrarnos en un armario el día que tuviésemos que pasar a lo que llamábamos ‘la clase de los mayores’, donde aguardaba una profesora con un nombre providencial: la señorita Esperanza.

Pero nunca tuvimos que ejecutar nuestro plan. Finalmente, el temido cambio de clase no se produjo. En aquella época, el pueblo comenzaba ya a dar señales inequívocas de la lenta agonía que ahoga a la España rural desde hace décadas. Apenas nacían niños, así que el colegio se redujo a una sola aula y quedamos bajo la batuta de una desbordada señorita Adonina, que veía como se le dividían los alumnos y se le multiplicaban las materias. Hizo lo que pudo con la geografía y la literatura, mientras nos endulzaba la infancia con caramelos de violeta y nos hablaba de sus visitas al teatro. Y debió hacerlo bien, porque cuando, en un triple salto mortal, nos fuimos al instituto de una localidad cercana, nuestros conocimientos superaban con creces la media de las clases, esta vez sí, ocupadas por 20 alumnos de nuestra misma edad.

Como decía al comienzo, la señorita Adonina rondaba los 60 el día que amenacé con enviarla a prisión. Y, quizá por esa cercanía con la jubilación nadie pensó nunca que se fuera a ir de nuestro lado hasta entonces. Pero los destinos de la diputación provincial son inescrutables y, recién cumplidos los 63, la trasladaron de escuela dejándonos a la deriva y sumidos en el más profundo de los pesares.  Su situación no cambió mucho, ya que siguió siendo maestra rural. Se fue solo nueve kilómetros más allá, pero a nosotros se nos hicieron un abismo. La echamos casi tanto de menos como ella a nosotros, aunque lo confesaba sotto voce para no ofender a sus nuevos alumnos. Aún así, dos años después de su partida, el día que se jubiló, volvió para despedirse y partir a su nueva vida desde su Macondo particular. Esa mañana de junio nos abrazó como nunca y nos dijo adiós con las lágrimas apretándole la garganta y el orgullo hinchándole el pecho. Nos dio dos besos a cada uno y se alejó taconeando mientras agitaba la mano en el aire. Nos dejó allí parados, en medio de la cuesta, mirándola con la congoja en alma, la marca de carmín en las mejillas pero, como siempre, con la lección bien aprendida.

Policías de balcón

Ángel hace honor a su nombre. Es un niño bueno, alegre y risueño. Cariñoso y dulce cuando quiere, como lo fuimos todos a su edad. Tiene una risa cristalina y sincera que hace que te olvides de pandemias, confinamientos y salas de espera. Y cuando algo le gusta mucho, la risa se le escapa a borbotones salpicándolo todo y convirtiendo la habitación en un océano en que ser feliz y flotar por unos segundos.

A Ángel le gustan los animales, los parques de atracciones y poner la mano en la garganta de su madre para notar las vibraciones de las cuerdas vocales cuando ella dice su nombre. Entonces siente unas cosquillas en las yemas de los dedos que le generan tanta curiosidad como ganas de reír. Luego repite la operación con la suya, investigando consigo mismo hasta lograr decir mamá y convertir a otro de los ángeles que habitan esa casa en la mujer más feliz del mundo.

También le gusta saltar. Mucho. Si pudiera lo haría todo el rato. Lo cual en tiempos de confinamiento ha sido mucho más útil y llevadero que si le hubiera dado por hacerse ‘runner’. Facilita un poco las cosas cuando la calle no es la mejor de las opciones para agotar las energías. Así que estos días, como siempre, Ángel salta de un lado a otro. Del respaldo del sofá a un cojín, de la silla al suelo, del escritorio a la cama y, si te descuidas, sobre quien se ponga en su camino. El ejercicio es tan completo como liberador: solo se trata de doblar las piernas y elevarse hacia el infinito sin más límite que la propia potencia.

El niño de la mirada infinita adora a ‘Mr Men’ y también chapotear en el agua. Tiene claro lo que quiere, y cuando lo ve fuera de su alcance, saca su dedito inquisidor y es contundente señalando. Esa ha sido durante mucho tiempo su forma más efectiva para lograr lo que quería. Y os diré que no acepta un no por respuesta y, a veces, tampoco una réplica. Especialmente si esta proviene de un mundo que se está volviendo cada vez más absurdo y de una constelación de adultos que no ha descubierto aún que los huevos Kinder deberían ser parte de la dieta básica de cualquier niño menor de diez años. Porque ¿qué sabremos los mayores del mundo si todo lo basamos en números y obligaciones?

Ángel no es un niño con TEA, aunque nos hayan dicho que su forma de organizar el mundo entra dentro del espectro. Es solo Ángel, el pequeño gran saltador olímpico. Porque hemos aprendido que nuestras condiciones y circunstancias nos acompañan y pueden complicarnos la existencia, pero no nos definen. Y aunque Ángel y su dedito nos indiquen el camino hacia verdades más profundas, en este momento él es único que debería poder permitirse el lujo de señalar algo o a alguien. Especialmente ahora que parece que todos nos hemos convertido en juez y parte, dictando sentencia desde nuestro balcón.

Os contaré además que, aunque podría hacerlo desde el primer día, Ángel no ha salido a pasear por la calle. Sus padres lo decidieron así, y parece que, vista la gestión que han hecho de la situación, fue una decisión adecuada. Porque aunque el ministro diga que un paseo es un paseo, él tiene claro que lo suyo no es vagar sin rumbo. En su universo los astros se han alineado de forma tan meridiana que él no puede caminar con un fin vacuo. Él siempre va en alguna dirección.

Otros padres de niños con TEA tomaron decisiones distintas durante este periodo y salieron para gestionar su situación familiar de otro modo , aprovechando esa ventana. Pero los que lo hicieron, no solo encontraron una hora de oxígeno, también se expusieron a los improperios de los policías de balcón. El resultado de todo ello fue que unos volvieron a sus casas con la cabeza gacha y la incomprensión apretándoles las lágrimas en la garganta. Otros optaron por anunciar que iban a ponerse un brazalete azul para evitar las descalificaciones. Y yo, que no juzgo su decisión, me pregunto si de verdad es necesario que tengamos que justificar nuestra presencia e identificarnos ante los balconazis.

Es cierto que durante estas semanas en las que todo ha cambiado hemos asistido a escenas bochornosas que comenzaron con familias cogiendo las maletas para irse a la playa como si esto fueran unas vacaciones y que han seguido con niños jugando en grupo en las calles sin ningún tipo de control. Pero la falta de conciencia de unos pocos no debería servir para que el resto, hastiado de tanto ‘Sobreviviré’ y de que la vista solo nos llegue hasta la pared de enfrente, increpemos al que cruce bajo nuestra ventana. Porque eso solo genera esperpentos como los brazaletes o los de los sanitarios y trabajadores de supermercados que reciben aplausos a las ocho de la tarde e insultos cuando regresan a su casa a cualquier hora de la mañana después de un turno completo en primera línea de fuego.

Por eso estos días yo prefiero hacer examen de conciencia, mirar a los balcones en vez de al suelo, y seguir prestando atención a la dirección que marca el único dedo inquisidor que me importa, el de un niño que muestra las carencias de una sociedad que lo juzga todo, pero no es capaz de cuestionarse a sí misma. Por suerte, ese índice también apunta a un futuro al que se puede llegar como él sabe hacer mejor que nadie: saltando por encima de cualquier prejuicio.

Distancia Social

La vecina que más he querido en mi vida se llamaba Benita. Vivió puerta con puerta con mi abuela durante décadas, en uno de esos pueblos de lo que ahora llaman la España vaciada. Yo crecí recorriendo a diario los metros que separaban su umbral del de mi abuela. Las más de las veces, lo hacía con una botella de vidrio en la mano que tenía que ir reemplazando porque no sobrevivían a mis carreras. La llevaba vacía y regresaba a casa de mi abuela con ella llena de leche recién ordeñada de alguna de las cuatro vacas que tenía Benita.

Yo iba cada tarde y, mientras la botella se llenaba, ella me daba galletas, chocolate y todo aquello que mi madre no me dejaba comer demasiado a menudo. Benita nunca tuvo hijos, aunque durante algún tiempo parece ser que lo deseó con todas sus fuerzas. Quizá por eso era cariñosa y maternal como ninguna. Recuerdo que daba besos sonoros y que en aquella época merendábamos bocadillos de nata con azúcar que sabían a gloria y que ahora, intolerante a la lactosa y urbanita, a veces añoro con más nostalgia que vergüenza.

Nunca le agradecí lo suficiente todo lo que hizo por nosotros a lo largo de su vida. Especialmente cuando nos fuimos y ellas, mi abuela y la doña, se quedaron allí, mano a mano con sus huertas, sus fantasmas y sus cicatrices. Puerta con puerta. Tan separadas y a la vez tan unidas. Cada una rumiando su soledad y alimentándose de los recuerdos que pueblan siempre las casas vacías.

Entonces establecieron un código basado en persianas, copias de llaves que nunca se usaron y rutinas marcadas por las escasas visitas al pueblo de los panaderos, pescaderos y carniceros ambulantes que los suplían de víveres una vez a la semana. Así, cada mañana, cuando mi abuela se despertaba, levantaba la persiana. A veces volvía a meterse entre las sábanas aún calientes, pero al ver esa ventana, la bendita de Benita se quedaba tranquila sabiéndola sana y salva. Si pasaba por delante y la persiana no estaba subida, golpeaba con los nudillos en la ventana o llamaba al timbre hasta que mi abuela daba señales de vida y después seguía a lo suyo.

Ambas estaban en contacto casi permanente con mi madre, que era quien vivía más cerca y quien iba regularmente. Cuando lo hacía, era fácil que se las encontrara en la huerta, charlando cada una desde un lado, o a media tarde jugando a las cartas con otras vecinas en un rincón neutral de la calle. Allí se apostaban lo simbólico a la brisca y desgranaban la vida con una aceptación estoica que las siguientes generaciones no tendremos nunca.

Benita es parte de mis recuerdos. También de mi educación, porque entonces crecíamos gobernados por una constelación de vecinos, tíos y demás familia autorizada a echarnos la bronca. Estos días, en los que una pandemia nos ha hecho encerrarnos entre cuatro paredes, me ha dado por pensar en ella y en esa cercanía tan lejana, y también en cuáles son las límites y conexiones entre la soledad y la privacidad, el apego y la independencia.

He constatado que antes de que el coronavirus llegara y nos confinara, muchos apenas conocíamos a la persona que se esconde tras la puerta de al lado. Los barrios y las corralas de toda la vida son otra historia, pero los que nos trasladamos en la edad adulta a las colmenas de vecinos de las grandes ciudades, lo hacemos casi de incógnito. Y unos horarios laborables opuestos, unas rutinas diferentes y los sálvese quien pueda cuando llegan los fines de semana alimentan esa distancia.

Hasta ahora, en mi edificio, sabía de la existencia de Martín, un niño de tres años, rubio, simpático y muy despierto que hace sonar la flauta con gran pasión, pero sin ninguna piedad. También sabía de Luis, el encargado de sacar cada día a Almendra, un hiperactivo fox terrier que ladra aún menos de lo que muerde. Incluso he de reconocer que hasta hace bien poco creía que Luis era médico, porque en las comunidades de vecinos también tenemos nuestras propias ‘fake news’. Muchas se acabarían formulando una pregunta al protagonista en cuestión, pero no nos arriesgamos a contrastar por miedo a quedar de entrometidos. Y ese ha sido, en realidad, el verdadero problema hasta ahora.

Nos consideramos una cultura de cercanía y amparándonos en eso, le disparamos dos besos al primero que pasa, da igual quien sea. El español medio besa cuando se le presenta la oportunidad. Aunque sea a traición. Decimos que somos una cultura con gran gusto por el contacto. Quizá sea verdad, aunque luego nos quedemos en la superficie. Porque besamos mucho, pero no intimamos. Lo tocamos todo, pero nos faltan caricias. Abrimos las manos a un desconocido, pero no abrazamos con ganas. Y a pesar de todo eso, nos burlamos del que quiere mantener las distancias. Incluso, hasta hace poco, le afeábamos la conducta. Siempre sin intentar entender por qué quería mantenerse apartado. Porque los demás preferíamos tener razón que empatía.

Y ahora que estamos obligados a permanecer en el mismo espacio durante más de 24 horas seguidas y alejados de gran parte de los que queremos, hablamos con nuestros amigos más veces que cuando nos creíamos libres. Nos interesa de verdad saber si están bien. La familia y su salud están constantemente en nuestros pensamientos y nos lamentamos por no haber sacado tiempo para estar con los que están lejos. Porque ahora nos piden que mantengamos la ‘distancia’ social y que no nos toquemos.

Ahora comenzamos a saber el nombre del vecino. También a pensar que quizá ese hombre mayor de la puerta de al lado necesita a alguien con quien hablar o simplemente que le ayuden con la compra estos días en los que poner un pie en la calle es un riesgo grande para ellos. Y de rebote, acabamos descubriendo que un testigo de la historia, con una vida apasionante, estaba a solo unos metros de nosotros.

Irónicamente, ahora que no podemos tocarnos ni besarnos, estamos acercándonos a quienes nos rodean. Y en estos momentos yo solo puedo acordarme de Benita y de mi abuela, dos mujeres a las que solo vi abrazarse al morir mi abuelo, pero que siempre se mantuvieron juntas. Su respeto, su lealtad inquebrantable y su generosidad con la otra estaban a prueba de aislamientos y cuarentenas. Por eso me pregunto si, a pesar de todo, la distancia social de la que tanto se habla estos días no era, en realidad, eso que habitaba en nuestros rellanos antes de la pandemia. Eso que impedía que el vecino de al lado se acabara convirtiendo en un aliado. Y era una pena, porque todos necesitamos a una Benita en nuestra vida.

El espíritu de Ermua

El día que lo asesinaron solo hubo silencio. Fue un silencio profundo, ensordecedor. De los que se le agarran a uno en la boca el estómago y le oprimen el pecho. Los suyos, que habían mantenido la esperanza hasta el último segundo, se ahogaron en lágrimas, y quienes no le conocíamos de nada cambiamos el estupor por indignación. El clamor popular no había sido escuchado. Habían cumplido con su amenaza.

El día que secuestraron a Miguel Ángel Blanco mi hermana cumplía 7 años. Y la tarde que acabaron con su vida yo alcanzaba los 13. Una cifra terrible para alguien supersticioso como yo y que no pudo empezar de peor manera. A Miguel le descerrajaron dos tiros y lo dejaron en medio de un descampado. Solo. Desamparado ante la muerte. Lo abandonaron, herido y maniatado sobre la hierba, y emprendieron la huida sacudiéndose de la conciencia la rabia de un país entero.

Yo crecí en un pueblo pequeño. Tan diminuto que en colegio no había nadie de mi edad, así que pasaba el invierno escribiendo cartas a aquellos que venían de la ciudad en julio para que no se olvidasen de mí. El verano era un sueño. Jugábamos, chapoteábamos y algunos contaban historias de su día a día que a mí me resultaban de lo más exótico. Una madrileña nos hablaba de la Gran Vía y nos contaba que iba a clases de tenis. Otro, barcelonés, le restaba importancia a tener la playa a dos pasos de casa, mientras nosotros, pobres peces de secano, soñábamos con la inmensidad del mar. Y otros, bilbaínos, fecundaban nuestra imaginación con historias de las olas golpeando el paso que da a acceso a san Juan de Gaztelugatxe, cuyo ascenso solo era comparable a los interminables escalones de la playa de Barrika.

Pero ellos también traían al pueblo otra narrativa. Historias salpicadas de ‘aúpas’, ‘ay va pues’ y ‘eskerrikaskos’, que contaban a veces de manera entrecortada, obviando de manera deliberada el contexto, porque había cosas de las que, habían aprendido, era mejor no hablar demasiado. Sí nos contaban, en cambio, anécdotas que nos dejaban patidifusos. Como la vez que los de explosivos irrumpieron en la habitación de una de ellos para desactivar una bomba y nuestra amiga no se despertó hasta que estaban al lado de la ventana, intentando desmontarla. Ponían entonces el énfasis en el exceso de somnolencia, pasando por encima del hecho de hablaban de un artefacto explosivo. Sin miedo aparente a que aquella cosa, que finalmente resultó ser un vídeo estropeado que un vecino había lanzado al patio de luces, les estallara en plena cara.

Pero el día que secuestraron a Miguel Ángel sí abrieron la caja de los truenos. Recuerdo que nos vimos por la noche. Todos habíamos visto las noticias mientras cenábamos. Era el imperativo paterno. Como siempre, unos prestaron atención y otros ni tan siquiera repararon en lo que sucedía. Pero ellos tenían el horror a flor de piel. Y recapitularon para que todos entendiésemos. Blanco era concejal  del Partido Popular en Ermua. Tenía 29 años y trabajaba en Éibar. Allí se dirigía cuando una mujer y dos hombres lo abordaron y lo metieron en el maletero de un coche. Eran ‘Txapote’, ‘Amaya’, y ‘Oker’, el comando Donosti. Horas después, ETA reclamaba la autoría del secuestro y daba al Gobierno, entonces presidido por Aznar, un plazo de 48 horas para cumplir con sus exigencias: o acercaban a los presos o acabarían con la vida del concejal. Había comenzado la cuenta atrás, pero también el despertar de la conciencia colectiva.

Mientras la policía intentaba encontrar el lugar en el que estaba retenido, la sociedad explotaba. Por primera vez la respuesta fue unánime. Y la petición, transversal. Sin colores ni más banderas que unas manos blancas. Miles de españoles se echaron a las calles en las ciudades para pedir su liberación. Nosotros, unos niños que caminaban hacia la adolescencia entre hormonas y acné, decidimos unirnos a nuestra manera, guardado un minuto de silencio. Como si, de algún modo, esos 60 segundos hicieran fuerza al sumarse a los de las concentraciones masivas. Creíamos fervientemente que el árbol hace ruido al caer aunque no haya nadie mirando. Hasta encendimos una vela. ¡Qué forma más abnegada de creer en el ser humano!

Como ya recordarán, nada de todo aquello sirvió con Miguel Ángel. El fin de la angustiosa cuenta atrás llegó a la vez que mis 13 años, un hito que, a esas alturas y con el alma en vilo, solo había pensado celebrar si le liberaban; como si mi fiesta a base de sándwiches de Nocilla fuera a ser también una celebración de su vida. Pero no hubo nada. Solo silencio. A las 16.00 horas de la tarde del 12 de julio, ‘Txapote’ apretó el gatillo. Dos veces. Sin que le temblara el pulso ni la conciencia. Y los tres integrantes del comando Donosti se alejaron a toda prisa del lugar de la infamia. A Miguel Ángel lo encontraron en Lasarte, aún con vida, pero con solo un hilo de esperanza. Lo trasladaron al hospital con rapidez, pero nunca despertó. Y aunque murió unas horas después, su espíritu, el espíritu de Ermua, se instaló en la sociedad vasca, que en esas 72 horas había dado un paso al frente. El proceso aún tardaría casi dos décadas en culminar, pero aquel fue el primer avance para que, el 20 de octubre de 2011, ETA abandonara la lucha armada.

Como podrán imaginar, en mi universo particular, ese 12 de julio, en vez de festejos, hubo lágrimas, porque en nuestra intensidad cuasi adolescente, a pesar de la distancia física y de comprenderlo todo solo a medias, lo sentimos tan cercano como si hubiera sido un pariente. Ese día solo soplé una vela: la que habíamos encendido en homenaje a Miguel Ángel. Lo hice la noche anterior, a las 12, pidiendo un deseo que, como imaginarán, nunca se cumplió: él nunca regresó a casa. Pero a cambio, la sociedad española cambió para siempre.

Envidia poética

Saqué el antifaz, el sable y el sombrero
dispuesta a imitar al poeta del Tajo.

Bailé con las letras, inclinada a ganar,
y al final, se me atragantó la jota.
Con su sonido gutural. Vomitivo. Estertóreo.

El sable, aun envainado, sangraba tinta a borbotones.
Cayó el antifaz, herido de mi impostura,
y echó a volar el sombrero, rima arriba, río abajo.

Fue entonces cuando comprendí que nunca podría igualar al maestro.
A él nunca se le escapan los versos
ni batallando con una jota ni ahogados en el Tajo.

De amigos o cómo encontrar la luz

Hubo una época en la que se me daba bien hablar en público. Mi madre tuvo a bien decir que en aquellos tiempos me exhibía como un pavo real. Me ponía frente al auditorio y hacía lo que fuera: una obra de teatro, un concurso de debates o una lectura desde el púlpito de la iglesia. Entonces, como el ave despliega la cola de colores, yo abría la mejor de mis sonrisas y leía, hablaba, recitaba lo que fuera preciso y lo disfrutaba. Hasta cantaba. Y, excepto en lo de cantar, era buena, podéis creerme. Lamentablemente, una característica que me sería tan útil en los tiempos que corren, ya no me acompaña.

En los últimos años he ‘redescubierto’ una timidez que creía haber abandonado en la adolescencia junto al acné, un compañero que, gajes del oficio, también ha regresado con esta segunda y absurda pubertad que estoy viviendo. Sé que nada de esto os importa. A nadie le interesa que le cuenten la vida de otro si no es tan absolutamente fantástica como para generar envidias o tan lamentablemente desgraciada como para compadecerse de su propietario. Pues bien, no pretendo ni lo uno ni lo otro. Solo justificar el uso de este soporte para deciros las cosas que no puedo decir de viva voz cuando os convertís en auditorio.

Disculpadme por esto. Por hacerlo así. Porque para alguien impulsivo y de nuevo temeroso, el papel sirve de parapeto, de escondite y de manta para no olvidar nada y para no decir nada inconveniente. No dejo de tener una personalidad esclava de la timidez y mendiga de cariño. Y como tal, mis miserias y yo hemos encontrado en las letras las cajas de cartón para crear una suerte de casa en la que guarecernos. Y de eso va esto: de amigos, auditorios, letras, luces y mucha timidez.

Eso es lo que quería contaros. Así es como llegué a esta ciudad. Mendigando cariño y escondida tras mi casa de cartón y papel. Pidiendo una aceptación que no encontraba en una vida anterior que tampoco viene al caso contar. No importa si fui cucaracha o mariposa, porque durante años huí de la realidad sumergiéndome cada tarde en libros que me hubiera gustado escribir y en ‘manchurrones’ de tinta sobre papeles mojados que no llegaban a ninguna parte. Hasta que os encontré.

Fuisteis apareciendo uno a uno. Primero fue un haz de luz en un pasillo, frente a una clase vacía. Después vinieron otras dos luces, justo delante. Poco después, otra más, que iluminó a una persona entonces pequeña en lustros, pero grande en espíritu. Más tarde, llegaron otras: en una reunión de amigos, en una redacción, al otro lado del charco… todo para no dejar que caminara a oscuras.

Fueron las primeras luces en una década plagada también de sombras. Pero no voy a lamentarme por eso. No rechazo los momentos de oscuridad. Han hecho que aprecie cada fotón que se desprende de las más de 20 luces que me acompañáis cada día, aunque cada una huya de sus propias sombras.

Nunca os hablé las que a mí me perseguían. Ni de los golpes que sacuden la conciencia cada vez que me equivoco de palabra o de dirección. No lo hice. Lo he evitado de la misma forma que he evitado contaros que, a veces, lloro a escondidas para luego poder reírme de todo.

Por eso, el día que tuve que colocarme ante vosotros, con todas vuestras luces enfocándome en medio de la oscuridad, no supe que decir y me hice pequeñita. Deseé poder escribir. Encerrarme en un rincón, para llorar mientras pongo sobre un papel todo lo que significa esta ausencia de soledad para mí. Porque eso es lo que nunca os dije: que vuestros minutos conmigo son la ausencia de ese sentimiento en el que me refugio para hacerme daño con los recuerdos.

Y creo que ha llegado el momento de agradecer y confesar. De agradecer cada instante de vuestro tiempo, cada sonrisa y cada pensamiento positivo. Incluso de daros las gracias por cada lágrima arrancada y derramada en mi presencia, precisamente porque hace mucho tiempo elegí que las mías fueran siempre solitarias.

Y también es tiempo de confesar que quizá no soy lo que creéis y lo que esperáis. De deciros las cosas que nunca os dije. Como que colonizo cada uno de vuestros triunfos y presumo de ellos. O de reconocer que los ostento con orgullo en vuestro nombre ante los ajenos, como si yo hubiera tenido algo que ver en la consecución del mérito, por absoluta vanidad.

Tampoco os dije que los malos tiempos, mi tristeza se alimenta de vuestras penas. Las fagocita, deseando que, de pura glotonería, sea yo la que cargue con el sobrepeso de una época aciaga.

Nunca os conté que todas y cada una de mis lágrimas tienen un porqué, pero prefiero callarlo. Ni que tengo envidia de vosotras, porque sois todo lo que siempre quise ser sin tener que esforzaros. También de vosotros, porque no tengo la gallardía de cantar a voz en grito, o de reconocer quién soy realmente aunque hacerlo me cueste una batalla sin cuartel contra el mundo. No soy tan valiente. Quizá por eso esto tampoco os lo dije.

Nunca me atreví a deciros que a veces, cuando me siento triste, os utilizo para comprimir el tiempo, para no dejar que las horas se estiren como una goma y me acaben atando a las preocupaciones.

No os conté que, cada vez que me presento ante vosotros, mi timidez vive del miedo a ser una decepción. Del pánico a no ser especial y sí diferente. A ser inaceptable como un reproche injusto. No os dije que se alimenta del pavor a no tener nada nuevo que aportar en un cónclave lleno de genios. Porque  eso es lo que sois para mí: un conjunto de sabios un poco locos que acabarán por crear escuela. Un haz de luz que acaba con la oscuridad, pero que hace que se generen otras sombras. Pero no os preocupéis por eso, los fotones son cosa vuestra; los puntos umbríos, de mi inseguridad.

En cualquier caso, gracias por iluminar mis días y no cobrarme la factura. Me consta que ser tan brillantes no siempre os ha salido barato. 

De juglares, trovadores y verdugos

Había una vez un grupo de cuentistas y soñadores. De juglares modernos ataviados con un ordenador portátil y un sueldo que no permitía llegar a fin de mes. Soñadores desalmados que habían vendido su espíritu comprometido a cambio de unas cuantas visiones borrosas de la realidad que les convirtieran en amos y señores de lo contado y por contar.

Compraron 30 visiones por un alma, o 300, pero todas irreales. 30 apariciones fantasmagóricas que pretendían que les llevaran a la gloria, a ese Olimpo del reconocimiento público que alimenta los egos pero no satisface metas más altas. Claro que nunca lo sabrían. O peor aún, lo descubrirían demasiado tarde cuando el alma ya no estaba dispuesta a regresar a la unión con una mente ajada, tan corrupta como lo estaba el mundo cuando aún eran demasiado inocentes para querer cambiarlo.

Alguno murió en el intento de modificar lo que hacía y lo que veía y otros acabaron su existencia sin haberlo intentado. Pero el mundo siguió girando. Siguió su curso, errando cada eón un grado más. Y ellos, una vez firmado el contrato basura, siguieron equivocándose con él. Eso sí, sin hacer caso al transcurso de los días y las noches y sin desandar un camino que nunca supieron cuándo comenzaron a recorrer porque necesitaban el plato de habichuelas. Al menos eso se decían a sí mismos para acallar esa punzada silenciosa que les atravesaba cada vez que volvían a condenar sin dudar un segundo de la culpabilidad de la víctima.

Me da de comer. La misma frase que cada tarde se repetía el verdugo antes de dejar caer el hacha una vez condenado el reo. «Yo no le he condenado, si está aquí, algo habrá hecho», se decía. Estar en el lugar equivocado en un momento decisivo no entraba en el cupo de posibilidades. La realidad, esa que se presentaba en 30 ocasiones, en 25 fotogramas por segundo para los más osados, es la que es. Y tras bajar el hacha, regresa a casa y da un beso de buenas noches a quien tiene cerca, sin saber que como él otros justicieros a sueldo podrían un día acabar con ese beso con la misma facilidad que lo ha hecho él con otros.

Camarillas de fantoches, de bufones que se reían las gracias seguían juntándose en aquella taberna. En aquel rincón en que otrora fumar no era un delito. Pero a parte de esa variación, de ese recorte libertario que les suponía a algunos, no tenían mayor tribulación que la de departir creyéndose amos de lo humano y lo divino del día uno al día 15 y llegar con sustento suficiente del día 15 al día 30 de cada mes.

Mientras tanto, como el verdugo, pero con distintas armas, fusilaban, sentenciaban a muerte los actos, los discursos y las visiones ajenas. También se disparaban entre ellos. A traición, por la espalda. De la misma forma que se robaban el plato sin esperar a que llegara la hora de la comida.

Por eso, aquel día en que Leocadio bajó a la taberna después de ajusticiar en Times New Roman a cuerpo 12 a aquel hombre -supuestamente maltratador- que había matado a su mujer al encontrarla en la cama con su amante, no se sorprendió de que el resto de los comensales se aferraran una vez más y con desconfianza, a aquel frugal plato de habichuelas que les servían para entretener el estómago día a día, sólo «hasta que pase la crisis».

Pero algo había cambiado. Conocía al reo y también la forma injusta en que le había puesto una etiqueta que le llevaba a pasar por el hacha del verdugo que besaba a sus seres queridos. Sabía que, hasta entonces, nunca había matado una mosca. Y por eso se le atragantó la comida. Se le atragantaron los baños de alabanzas que escuchaba entre quienes allí se sentaban. Y dijo no, intentando recordar dónde y en qué había gastado aquellas 30 monedas de plata.

Miró en la cara interior del bolsillo de la vergüenza y descubrió que aún tenía una. Quizá no fuera demasiado tarde. Y echó la vista atrás intentando encontrar la primera vez que gastó una de aquellas piezas pero sólo recordaba las más recientes. Una fue el precio que tuvo que pagar por salir en televisión contando una historia que ni tan siquiera había escrito. Sólo tuvo que leer y luego vomitar lo aprendido. Palabra por palabra. Soltó un discurso tantas veces repetido a posteriori que incluso llegó a creer que estaba allí para contarlo.

Otra la entregó cuando cambió aquel titular para que cuadrara con la historia que quería que los demás leyeran. Y otras tres más cuando volvió a repetirlo en tantas ocasiones que se convirtió en algo habitual para no ser, según creía, un paria, aunque sin pensarlo, se estuviera convirtiendo en un trovatore matinale, que en italiano chusco suena musical pero sigue siendo lo mismo: un cantamañanas.

Y entonces recordó. La primera la utilizó para comprar aquel puesto, para ser el becario que se quedaba tras el periodo de pruebas. Cuando utilizó su afilada lengua para arremeter contra todo bicho viviente y que el hacha cayera en sus manos. Pagó ese precio para comprar una posición. Por un sueldo un poco menos mísero. Aquel día soltó la moneda y se le subió a la mirada aquella pose de autosuficiencia que nunca desaparecería.

Sólo aquel día, cuando al soltar la moneda número 29 comprendió que el agujero de su bolsillo estaba apunto de llevarlo a la bancarrota y quiso soltar el peso del arma que tenía entre las manos. Pero mientras pensaba, soltó un momento el plato y en un segundo no quedaron más que las migajas.

Hambriento y herido, miró al tabernero y le envidió. Quizá aún estaba a tiempo. A lo mejor con esa moneda que le quedaba él también podía tener una taberna. Quizá aún podía ser él quien servía las lentejas y las habichuelas y no quien peleara por comérselas entre una panda de desalmados.

Pero en lugar de levantarse y de soltar el hacha, cerró la boca y metió su cuchara en el plato del vecino, olvidando al asesino de los amantes, aquella tarde en televisión, al verdugo y sin ver como la trigésima moneda se desvanecía y su alma desaparecía. Ya estaba listo para tener su propia película borrosa para la eternidad y dar el beso de buenas noches. Aquel día vendió por completo su espíritu y descubrió que la conciencia vale tan sólo 30 monedas de plata.

Escapando del hombre triste

Érase que se era un joven cuentacuentos. Y como todos los cuentacuentos, detallaba historias que siempre tenían moraleja, porque le gustaba adoptar una pose didáctica. No le gustaban los finales felices, quizá porque sabía que el suyo no era tan feliz como había esperado unos años antes, cuando su deseo de contar una historia diferente cada día aún no se había hecho real.

Y cada atardecer, cuando se sentaba frente a su público contaba mil cuentos distintos, unos divertidos, otros amargos, siempre con la ironía como telón de fondo. Pero nada le llenaba, y, mientras contaba, momento a momento iba comprendiendo que nada era nuevo, que cada frase que pronunciaba no era suya sino que había sido dicha muchas veces antes por otro que quizá tenía más talento que él. Aquello le obsesionaba hasta el punto de considerarse a si mismo un ladrón de ideas.

Sin saber como, dejó que su vida girara en torno a aquello que nunca consiguió, a la frustación de ser un imitador, con talento, pero un imitador al que permitían ser el triste preludio de una actuación reconocida. Una de tantas en la que su nombre sólo era un montón de letras de relleno en un cartel que le venía grande.

Hasta que una tarde el artista principal de la presentación tuvo que salir de viaje y el logró ser, de forma temporal, el protagonista de la noche. Pero el miedo comenzó a hacer su efecto, poco a poco, sin avisar, causando los mismos estragos que una pequeña herida que se va infectando poco a poco hasta que la cantidad de pus es mayor que la de tejido sano. Así comenzó a machacar a los principiantes que en esas tardes intentaban hacerse un hueco y lograr lo que él no había conseguido. Al principio eran pequeñas interrupciones, después dejó que los iniciados escribieran los cuentos y él fuera el que les pusiera la voz. Pero siguió siendo infeliz. Continuó mintiéndose cada mañana a sí mismo y engañando a los demás hablando de ofertas en teatros que no existían, con amigos que acudían a sus funciones y con una princesa que bebía los vientos por él en un reino lejano que ni era tan real ni vivía tan lejos. ¿Logrará alguna vez ser feliz?

Mientras encontramos una respuesta nuestro cuentacuentos sigue dejando pasar las horas, esperando que otros hagan lo que él no puede hacer, para seguir teniendo historias que contar a un público que va siendo consciente de sus mentiras y que va dejando de escucharle. Quizá mañana alguno de sus secundarios haga que esta sea su última noche de protagonismo.