Ángel hace honor a su nombre. Es un niño bueno, alegre y risueño. Cariñoso y dulce cuando quiere, como lo fuimos todos a su edad. Tiene una risa cristalina y sincera que hace que te olvides de pandemias, confinamientos y salas de espera. Y cuando algo le gusta mucho, la risa se le escapa a borbotones salpicándolo todo y convirtiendo la habitación en un océano en que ser feliz y flotar por unos segundos.
A Ángel le gustan los animales, los parques de atracciones y poner la mano en la garganta de su madre para notar las vibraciones de las cuerdas vocales cuando ella dice su nombre. Entonces siente unas cosquillas en las yemas de los dedos que le generan tanta curiosidad como ganas de reír. Luego repite la operación con la suya, investigando consigo mismo hasta lograr decir mamá y convertir a otro de los ángeles que habitan esa casa en la mujer más feliz del mundo.
También le gusta saltar. Mucho. Si pudiera lo haría todo el rato. Lo cual en tiempos de confinamiento ha sido mucho más útil y llevadero que si le hubiera dado por hacerse ‘runner’. Facilita un poco las cosas cuando la calle no es la mejor de las opciones para agotar las energías. Así que estos días, como siempre, Ángel salta de un lado a otro. Del respaldo del sofá a un cojín, de la silla al suelo, del escritorio a la cama y, si te descuidas, sobre quien se ponga en su camino. El ejercicio es tan completo como liberador: solo se trata de doblar las piernas y elevarse hacia el infinito sin más límite que la propia potencia.
El niño de la mirada infinita adora a ‘Mr Men’ y también chapotear en el agua. Tiene claro lo que quiere, y cuando lo ve fuera de su alcance, saca su dedito inquisidor y es contundente señalando. Esa ha sido durante mucho tiempo su forma más efectiva para lograr lo que quería. Y os diré que no acepta un no por respuesta y, a veces, tampoco una réplica. Especialmente si esta proviene de un mundo que se está volviendo cada vez más absurdo y de una constelación de adultos que no ha descubierto aún que los huevos Kinder deberían ser parte de la dieta básica de cualquier niño menor de diez años. Porque ¿qué sabremos los mayores del mundo si todo lo basamos en números y obligaciones?
Ángel no es un niño con TEA, aunque nos hayan dicho que su forma de organizar el mundo entra dentro del espectro. Es solo Ángel, el pequeño gran saltador olímpico. Porque hemos aprendido que nuestras condiciones y circunstancias nos acompañan y pueden complicarnos la existencia, pero no nos definen. Y aunque Ángel y su dedito nos indiquen el camino hacia verdades más profundas, en este momento él es único que debería poder permitirse el lujo de señalar algo o a alguien. Especialmente ahora que parece que todos nos hemos convertido en juez y parte, dictando sentencia desde nuestro balcón.
Os contaré además que, aunque podría hacerlo desde el primer día, Ángel no ha salido a pasear por la calle. Sus padres lo decidieron así, y parece que, vista la gestión que han hecho de la situación, fue una decisión adecuada. Porque aunque el ministro diga que un paseo es un paseo, él tiene claro que lo suyo no es vagar sin rumbo. En su universo los astros se han alineado de forma tan meridiana que él no puede caminar con un fin vacuo. Él siempre va en alguna dirección.
Otros padres de niños con TEA tomaron decisiones distintas durante este periodo y salieron para gestionar su situación familiar de otro modo , aprovechando esa ventana. Pero los que lo hicieron, no solo encontraron una hora de oxígeno, también se expusieron a los improperios de los policías de balcón. El resultado de todo ello fue que unos volvieron a sus casas con la cabeza gacha y la incomprensión apretándoles las lágrimas en la garganta. Otros optaron por anunciar que iban a ponerse un brazalete azul para evitar las descalificaciones. Y yo, que no juzgo su decisión, me pregunto si de verdad es necesario que tengamos que justificar nuestra presencia e identificarnos ante los balconazis.
Es cierto que durante estas semanas en las que todo ha cambiado hemos asistido a escenas bochornosas que comenzaron con familias cogiendo las maletas para irse a la playa como si esto fueran unas vacaciones y que han seguido con niños jugando en grupo en las calles sin ningún tipo de control. Pero la falta de conciencia de unos pocos no debería servir para que el resto, hastiado de tanto ‘Sobreviviré’ y de que la vista solo nos llegue hasta la pared de enfrente, increpemos al que cruce bajo nuestra ventana. Porque eso solo genera esperpentos como los brazaletes o los de los sanitarios y trabajadores de supermercados que reciben aplausos a las ocho de la tarde e insultos cuando regresan a su casa a cualquier hora de la mañana después de un turno completo en primera línea de fuego.
Por eso estos días yo prefiero hacer examen de conciencia, mirar a los balcones en vez de al suelo, y seguir prestando atención a la dirección que marca el único dedo inquisidor que me importa, el de un niño que muestra las carencias de una sociedad que lo juzga todo, pero no es capaz de cuestionarse a sí misma. Por suerte, ese índice también apunta a un futuro al que se puede llegar como él sabe hacer mejor que nadie: saltando por encima de cualquier prejuicio.