Una lección magistral

Nunca levantaba la voz y rara vez perdía la sonrisa. Era como si nada pudiera deshacer su compostura, y eso que era tan leve que temíamos que una racha de viento se la fuera a llevar volando cualquier día. Cuando la conocí rondaba los 60 y lucía un moldeado rubio platino que le alejaba las penas del rostro y la hacía parecer una presentadora de televisión aterrizada por error en la plaza del pueblo. La señorita Adonina llevaba siempre las uñas pintadas de rojo, a juego con un carmín que permanecía inmutable durante ocho horas. Jamás repetía un conjunto y se enfrentaba a las frías mañanas de invierno subida a unos tacones imposibles de los que no se apeaba nunca. Ni la cuesta del colegio ni la nieve la hacían claudicar.

Cuidaba su aspecto y se acicalaba con esmero. Lo hacía con gusto y para ella. Disfrutaba de una solitud elegida que era sinónimo de una libertad que le servía para cultivar el alma a su antojo. No tenía necesidad de encajar en ninguna parte, y eso tuvo una gran ventaja: que nos educó a su imagen y semejanza, libres y curiosos.

Yo la idolatraba. Y eso que solo me hizo falta un día para poner a prueba sus nervios y que me aplicara el primer (y último) correctivo de mi vida escolar. Fue tras una batalla de espadas, lápiz en ristre, con mi compañero de pupitre que la dejó ojiplática. No tanto por nuestras nulas habilidades como espadachines como porque no esperaba que aquella niña de cuatro años se enfrentara al castigo con la vehemencia de Perry Mason. La respuesta fue tal que llegué incluso a amenazarla con recurrir a mi madre y a los cuerpos de seguridad del estado –a todos- para la encarcelasen si no desistía de un castigo a todas luces –las pocas que yo tenía- injusto. Ella, claro, no tuvo otra opción que echarse a reír. Eso sí, me condonó la pena y el caso quedó visto para sentencia.

Aquella fue solo la primera muestra de un carácter justiciero y belicoso -el mío- que ella no solo no intentó aplacar, sino que ayudó a encauzar con mucha paciencia y muchas lecturas. Todo en un colegio que contaba con apenas 20 alumnos en el que las clases de piano o de ballet eran una quimera. Y allí, en esa nada académica que conformaba nuestro universo escolar, ella lo era lo todo: la experta en matemáticas, naturales y sociales, pero también la encargada de enseñarnos a guiñar ante el espejo y a gestionar nuestros pequeños grandes dramas, que incluyeron un intento de fuga y una batida por los campos del pueblo para localizar al alumno que, finalmente, apareció plácidamente dormido sobre la alfombra de los juguetes.

La señorita Adonina vivía en la ciudad, así que a diario comía en su escritorio de manera frugal y, mientras nosotros íbamos regresando del almuerzo, tomaba café, leía y se retocaba la manicura para darse tiempo y mentalizarse de la ardua tarea que suponía la enseñanza con esos mimbres. Tenía diez alumnos de cinco cursos distintos. Cada uno con sus ganas, sus esperanzas y sus tiempos. Quizá por eso, los aprobados no resultaban tan importantes –que lo eran- como espolear la curiosidad y el gusto por aprender. El resultado de su trabajo fue una buena base educativa, sí, pero también un cariño desbordante hacia ella. La queríamos tanto que incluso amenazábamos con encerrarnos en un armario el día que tuviésemos que pasar a lo que llamábamos ‘la clase de los mayores’, donde aguardaba una profesora con un nombre providencial: la señorita Esperanza.

Pero nunca tuvimos que ejecutar nuestro plan. Finalmente, el temido cambio de clase no se produjo. En aquella época, el pueblo comenzaba ya a dar señales inequívocas de la lenta agonía que ahoga a la España rural desde hace décadas. Apenas nacían niños, así que el colegio se redujo a una sola aula y quedamos bajo la batuta de una desbordada señorita Adonina, que veía como se le dividían los alumnos y se le multiplicaban las materias. Hizo lo que pudo con la geografía y la literatura, mientras nos endulzaba la infancia con caramelos de violeta y nos hablaba de sus visitas al teatro. Y debió hacerlo bien, porque cuando, en un triple salto mortal, nos fuimos al instituto de una localidad cercana, nuestros conocimientos superaban con creces la media de las clases, esta vez sí, ocupadas por 20 alumnos de nuestra misma edad.

Como decía al comienzo, la señorita Adonina rondaba los 60 el día que amenacé con enviarla a prisión. Y, quizá por esa cercanía con la jubilación nadie pensó nunca que se fuera a ir de nuestro lado hasta entonces. Pero los destinos de la diputación provincial son inescrutables y, recién cumplidos los 63, la trasladaron de escuela dejándonos a la deriva y sumidos en el más profundo de los pesares.  Su situación no cambió mucho, ya que siguió siendo maestra rural. Se fue solo nueve kilómetros más allá, pero a nosotros se nos hicieron un abismo. La echamos casi tanto de menos como ella a nosotros, aunque lo confesaba sotto voce para no ofender a sus nuevos alumnos. Aún así, dos años después de su partida, el día que se jubiló, volvió para despedirse y partir a su nueva vida desde su Macondo particular. Esa mañana de junio nos abrazó como nunca y nos dijo adiós con las lágrimas apretándole la garganta y el orgullo hinchándole el pecho. Nos dio dos besos a cada uno y se alejó taconeando mientras agitaba la mano en el aire. Nos dejó allí parados, en medio de la cuesta, mirándola con la congoja en alma, la marca de carmín en las mejillas pero, como siempre, con la lección bien aprendida.

El espíritu de Ermua

El día que lo asesinaron solo hubo silencio. Fue un silencio profundo, ensordecedor. De los que se le agarran a uno en la boca el estómago y le oprimen el pecho. Los suyos, que habían mantenido la esperanza hasta el último segundo, se ahogaron en lágrimas, y quienes no le conocíamos de nada cambiamos el estupor por indignación. El clamor popular no había sido escuchado. Habían cumplido con su amenaza.

El día que secuestraron a Miguel Ángel Blanco mi hermana cumplía 7 años. Y la tarde que acabaron con su vida yo alcanzaba los 13. Una cifra terrible para alguien supersticioso como yo y que no pudo empezar de peor manera. A Miguel le descerrajaron dos tiros y lo dejaron en medio de un descampado. Solo. Desamparado ante la muerte. Lo abandonaron, herido y maniatado sobre la hierba, y emprendieron la huida sacudiéndose de la conciencia la rabia de un país entero.

Yo crecí en un pueblo pequeño. Tan diminuto que en colegio no había nadie de mi edad, así que pasaba el invierno escribiendo cartas a aquellos que venían de la ciudad en julio para que no se olvidasen de mí. El verano era un sueño. Jugábamos, chapoteábamos y algunos contaban historias de su día a día que a mí me resultaban de lo más exótico. Una madrileña nos hablaba de la Gran Vía y nos contaba que iba a clases de tenis. Otro, barcelonés, le restaba importancia a tener la playa a dos pasos de casa, mientras nosotros, pobres peces de secano, soñábamos con la inmensidad del mar. Y otros, bilbaínos, fecundaban nuestra imaginación con historias de las olas golpeando el paso que da a acceso a san Juan de Gaztelugatxe, cuyo ascenso solo era comparable a los interminables escalones de la playa de Barrika.

Pero ellos también traían al pueblo otra narrativa. Historias salpicadas de ‘aúpas’, ‘ay va pues’ y ‘eskerrikaskos’, que contaban a veces de manera entrecortada, obviando de manera deliberada el contexto, porque había cosas de las que, habían aprendido, era mejor no hablar demasiado. Sí nos contaban, en cambio, anécdotas que nos dejaban patidifusos. Como la vez que los de explosivos irrumpieron en la habitación de una de ellos para desactivar una bomba y nuestra amiga no se despertó hasta que estaban al lado de la ventana, intentando desmontarla. Ponían entonces el énfasis en el exceso de somnolencia, pasando por encima del hecho de hablaban de un artefacto explosivo. Sin miedo aparente a que aquella cosa, que finalmente resultó ser un vídeo estropeado que un vecino había lanzado al patio de luces, les estallara en plena cara.

Pero el día que secuestraron a Miguel Ángel sí abrieron la caja de los truenos. Recuerdo que nos vimos por la noche. Todos habíamos visto las noticias mientras cenábamos. Era el imperativo paterno. Como siempre, unos prestaron atención y otros ni tan siquiera repararon en lo que sucedía. Pero ellos tenían el horror a flor de piel. Y recapitularon para que todos entendiésemos. Blanco era concejal  del Partido Popular en Ermua. Tenía 29 años y trabajaba en Éibar. Allí se dirigía cuando una mujer y dos hombres lo abordaron y lo metieron en el maletero de un coche. Eran ‘Txapote’, ‘Amaya’, y ‘Oker’, el comando Donosti. Horas después, ETA reclamaba la autoría del secuestro y daba al Gobierno, entonces presidido por Aznar, un plazo de 48 horas para cumplir con sus exigencias: o acercaban a los presos o acabarían con la vida del concejal. Había comenzado la cuenta atrás, pero también el despertar de la conciencia colectiva.

Mientras la policía intentaba encontrar el lugar en el que estaba retenido, la sociedad explotaba. Por primera vez la respuesta fue unánime. Y la petición, transversal. Sin colores ni más banderas que unas manos blancas. Miles de españoles se echaron a las calles en las ciudades para pedir su liberación. Nosotros, unos niños que caminaban hacia la adolescencia entre hormonas y acné, decidimos unirnos a nuestra manera, guardado un minuto de silencio. Como si, de algún modo, esos 60 segundos hicieran fuerza al sumarse a los de las concentraciones masivas. Creíamos fervientemente que el árbol hace ruido al caer aunque no haya nadie mirando. Hasta encendimos una vela. ¡Qué forma más abnegada de creer en el ser humano!

Como ya recordarán, nada de todo aquello sirvió con Miguel Ángel. El fin de la angustiosa cuenta atrás llegó a la vez que mis 13 años, un hito que, a esas alturas y con el alma en vilo, solo había pensado celebrar si le liberaban; como si mi fiesta a base de sándwiches de Nocilla fuera a ser también una celebración de su vida. Pero no hubo nada. Solo silencio. A las 16.00 horas de la tarde del 12 de julio, ‘Txapote’ apretó el gatillo. Dos veces. Sin que le temblara el pulso ni la conciencia. Y los tres integrantes del comando Donosti se alejaron a toda prisa del lugar de la infamia. A Miguel Ángel lo encontraron en Lasarte, aún con vida, pero con solo un hilo de esperanza. Lo trasladaron al hospital con rapidez, pero nunca despertó. Y aunque murió unas horas después, su espíritu, el espíritu de Ermua, se instaló en la sociedad vasca, que en esas 72 horas había dado un paso al frente. El proceso aún tardaría casi dos décadas en culminar, pero aquel fue el primer avance para que, el 20 de octubre de 2011, ETA abandonara la lucha armada.

Como podrán imaginar, en mi universo particular, ese 12 de julio, en vez de festejos, hubo lágrimas, porque en nuestra intensidad cuasi adolescente, a pesar de la distancia física y de comprenderlo todo solo a medias, lo sentimos tan cercano como si hubiera sido un pariente. Ese día solo soplé una vela: la que habíamos encendido en homenaje a Miguel Ángel. Lo hice la noche anterior, a las 12, pidiendo un deseo que, como imaginarán, nunca se cumplió: él nunca regresó a casa. Pero a cambio, la sociedad española cambió para siempre.