Distancia Social

La vecina que más he querido en mi vida se llamaba Benita. Vivió puerta con puerta con mi abuela durante décadas, en uno de esos pueblos de lo que ahora llaman la España vaciada. Yo crecí recorriendo a diario los metros que separaban su umbral del de mi abuela. Las más de las veces, lo hacía con una botella de vidrio en la mano que tenía que ir reemplazando porque no sobrevivían a mis carreras. La llevaba vacía y regresaba a casa de mi abuela con ella llena de leche recién ordeñada de alguna de las cuatro vacas que tenía Benita.

Yo iba cada tarde y, mientras la botella se llenaba, ella me daba galletas, chocolate y todo aquello que mi madre no me dejaba comer demasiado a menudo. Benita nunca tuvo hijos, aunque durante algún tiempo parece ser que lo deseó con todas sus fuerzas. Quizá por eso era cariñosa y maternal como ninguna. Recuerdo que daba besos sonoros y que en aquella época merendábamos bocadillos de nata con azúcar que sabían a gloria y que ahora, intolerante a la lactosa y urbanita, a veces añoro con más nostalgia que vergüenza.

Nunca le agradecí lo suficiente todo lo que hizo por nosotros a lo largo de su vida. Especialmente cuando nos fuimos y ellas, mi abuela y la doña, se quedaron allí, mano a mano con sus huertas, sus fantasmas y sus cicatrices. Puerta con puerta. Tan separadas y a la vez tan unidas. Cada una rumiando su soledad y alimentándose de los recuerdos que pueblan siempre las casas vacías.

Entonces establecieron un código basado en persianas, copias de llaves que nunca se usaron y rutinas marcadas por las escasas visitas al pueblo de los panaderos, pescaderos y carniceros ambulantes que los suplían de víveres una vez a la semana. Así, cada mañana, cuando mi abuela se despertaba, levantaba la persiana. A veces volvía a meterse entre las sábanas aún calientes, pero al ver esa ventana, la bendita de Benita se quedaba tranquila sabiéndola sana y salva. Si pasaba por delante y la persiana no estaba subida, golpeaba con los nudillos en la ventana o llamaba al timbre hasta que mi abuela daba señales de vida y después seguía a lo suyo.

Ambas estaban en contacto casi permanente con mi madre, que era quien vivía más cerca y quien iba regularmente. Cuando lo hacía, era fácil que se las encontrara en la huerta, charlando cada una desde un lado, o a media tarde jugando a las cartas con otras vecinas en un rincón neutral de la calle. Allí se apostaban lo simbólico a la brisca y desgranaban la vida con una aceptación estoica que las siguientes generaciones no tendremos nunca.

Benita es parte de mis recuerdos. También de mi educación, porque entonces crecíamos gobernados por una constelación de vecinos, tíos y demás familia autorizada a echarnos la bronca. Estos días, en los que una pandemia nos ha hecho encerrarnos entre cuatro paredes, me ha dado por pensar en ella y en esa cercanía tan lejana, y también en cuáles son las límites y conexiones entre la soledad y la privacidad, el apego y la independencia.

He constatado que antes de que el coronavirus llegara y nos confinara, muchos apenas conocíamos a la persona que se esconde tras la puerta de al lado. Los barrios y las corralas de toda la vida son otra historia, pero los que nos trasladamos en la edad adulta a las colmenas de vecinos de las grandes ciudades, lo hacemos casi de incógnito. Y unos horarios laborables opuestos, unas rutinas diferentes y los sálvese quien pueda cuando llegan los fines de semana alimentan esa distancia.

Hasta ahora, en mi edificio, sabía de la existencia de Martín, un niño de tres años, rubio, simpático y muy despierto que hace sonar la flauta con gran pasión, pero sin ninguna piedad. También sabía de Luis, el encargado de sacar cada día a Almendra, un hiperactivo fox terrier que ladra aún menos de lo que muerde. Incluso he de reconocer que hasta hace bien poco creía que Luis era médico, porque en las comunidades de vecinos también tenemos nuestras propias ‘fake news’. Muchas se acabarían formulando una pregunta al protagonista en cuestión, pero no nos arriesgamos a contrastar por miedo a quedar de entrometidos. Y ese ha sido, en realidad, el verdadero problema hasta ahora.

Nos consideramos una cultura de cercanía y amparándonos en eso, le disparamos dos besos al primero que pasa, da igual quien sea. El español medio besa cuando se le presenta la oportunidad. Aunque sea a traición. Decimos que somos una cultura con gran gusto por el contacto. Quizá sea verdad, aunque luego nos quedemos en la superficie. Porque besamos mucho, pero no intimamos. Lo tocamos todo, pero nos faltan caricias. Abrimos las manos a un desconocido, pero no abrazamos con ganas. Y a pesar de todo eso, nos burlamos del que quiere mantener las distancias. Incluso, hasta hace poco, le afeábamos la conducta. Siempre sin intentar entender por qué quería mantenerse apartado. Porque los demás preferíamos tener razón que empatía.

Y ahora que estamos obligados a permanecer en el mismo espacio durante más de 24 horas seguidas y alejados de gran parte de los que queremos, hablamos con nuestros amigos más veces que cuando nos creíamos libres. Nos interesa de verdad saber si están bien. La familia y su salud están constantemente en nuestros pensamientos y nos lamentamos por no haber sacado tiempo para estar con los que están lejos. Porque ahora nos piden que mantengamos la ‘distancia’ social y que no nos toquemos.

Ahora comenzamos a saber el nombre del vecino. También a pensar que quizá ese hombre mayor de la puerta de al lado necesita a alguien con quien hablar o simplemente que le ayuden con la compra estos días en los que poner un pie en la calle es un riesgo grande para ellos. Y de rebote, acabamos descubriendo que un testigo de la historia, con una vida apasionante, estaba a solo unos metros de nosotros.

Irónicamente, ahora que no podemos tocarnos ni besarnos, estamos acercándonos a quienes nos rodean. Y en estos momentos yo solo puedo acordarme de Benita y de mi abuela, dos mujeres a las que solo vi abrazarse al morir mi abuelo, pero que siempre se mantuvieron juntas. Su respeto, su lealtad inquebrantable y su generosidad con la otra estaban a prueba de aislamientos y cuarentenas. Por eso me pregunto si, a pesar de todo, la distancia social de la que tanto se habla estos días no era, en realidad, eso que habitaba en nuestros rellanos antes de la pandemia. Eso que impedía que el vecino de al lado se acabara convirtiendo en un aliado. Y era una pena, porque todos necesitamos a una Benita en nuestra vida.

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